top of page

“Lo que muestras a los otros no eres tú, es un personaje que creas… nadie sabe quién soy yo realmente… si acaso yo.”.

 

Abre la puerta. Detrás suyo, con unos ojos miel consentidos, aparece Gaga, su amor, su perrita. Ella, con sus medias hasta la rodilla, su saco gris oversize y el collar transparente, con joyas negras, sale a saludarme con una sonrisa: “!Hola Babe!” dice, mientras me besa las dos mejillas y echa hacia atrás su pelo, castaño oscuro con cintas rubias, ahora corto: “…sabes no entiendo por qué la gente se apega tanto a eso, el pelo crece, las cosas cambian, pasan”.  

 

 

Al lado de la biblioteca se ve abierta la puerta de su closet, su cuarto de disfraces, el hábitat de sus personajes: “Mi papá desde pequeña me dijo que lo que muestras a los otros no eres tú, es un personaje que creas… nadie sabe quién soy yo realmente… si acaso yo.”. Le pregunto qué hace cuando se siente triste, me responde que se inventa un personaje poderoso, que no esté en ese estado: “me pongo ropa de colores fuertes o me visto de All black everything”.

Una de sus posesiones más preciadas es una carta que le regaló su papá a su mamá, que dice:

 

“...No sé cómo terminará este escrito.

Pero tengo ganas de decirte algo.

Estoy feliz de todo lo que me sucede, de que estés a mi lado, de que seas Sandra.”

 

 

Su papá, Mario, un arquitecto que se quedó en casa con su hija desde que nació, le enseñó a Valentina a dudar de sus alrededores y de sus pensamientos, a preguntarse sobre cosas como qué es real y qué no. Quizá por eso eligió un camino como el de la literatura o el de la escritura; para poder tener herramientas con las que aprehender el mundo y cuestionar a los demonios que acechan su pensamiento.

 

Su mamá, Sandra Valentina, una abogada que ha trabajado desde siempre para mantenerla, no solo le dio su nombre y sus crespos–que Valentina esconde bajo un pelo inmaculado, creado a punta de plancha y rulos– sino su estilo y tenacidad. Como ella, Valentina es una mujer cuya fortaleza se nota en la forma como camina, altiva e inalcanzable y en la manera cómo ha sido capaz de  mirarse en el espejo, aceptarse como es y no ser condescendiente consigo misma cuando se ve caer. Una de las cosas siginificativas que le dio su mamá  fue un anillo con forma de infinito: “nosotros no somos muy expresivos, excepto en contadas ocasiones. Yo estaba pequeña y me quedaba un poco grande, pero lo guarde porque quiero pensar que con él, ella me quería decir algo”.  Quizá le quería decir que a pesar de que tenía un cáncer que había cazado a las mujeres de su familia por generaciones, nunca estaría sola. Cuando uno habla con Valentina se da cuenta de que el hecho de que su mamá haya logrado vencer un cáncer de mama, ha moldeado gran parte de su ser.

 

En su sala hay un espejo de cuerpo entero. Valentina, al mirarse, comenta: “nunca me han gustado mis rodillas, están torcidas”. Sus rodillas, que aparecen por encima de las medias, giran ligeramente una hacia a la otra; singularidad imperceptible para el observador desprevenido, pero que ella maximiza en su mente: al ver la foto que le tomé a estas, abre los ojos en un gesto de sorpresa y dice “se ven menos juntas de lo que yo percibo”. Y, ¿eso es lo único que no te gusta de ti?, le pregunto “Tampoco me gustan mis costillas, son un poco salidas” me muestra, subiéndose el saco, dejando al descubierto sus costillas y la pequeña cicatriz que ha tenido debajo de ellas toda la vida. ¿Por qué me muestra sus puntos débiles? ¿Querrá ponerlos sobre la mesa de una vez, para que no se aprovechen de ellos después?

 

“Pero amo mi pelo” afirma, moviéndolo de un lado al otro. Luego, se aleja del espejo y de su mesa de noche saca un brassier de encaje color aguamarina  diciéndo: “me gusta tener senos pequeños, porque puedo usar brassieres sin relleno o barillas y me puedo poner escotes profundos sin verme vulgar”.

 

En su otra mesa de noche, guarda un cuaderno azul oscuro que, me advierte, es uno de esos objetos confidenciales, que nadie puede leer nunca. Es el cuaderno en el que puede verter  el ruido de  su mente, que está manchado de lágrimas y poblado de poemas.“Ese cuaderno es como mi confidente, no tengo hermanos... de pronto por eso siento la necesidad de escribir, para no tener que contarle mis cosas más personales a un extraño”. Recientemente terminó una novela inédita, Negocios inconclusos: melancólica y desgarradoramente honesta; que tuve la oportunidad de leer y presenciar cómo se iba materializando, entre cigarrillos, conversaciones  y copas de vino.

 

Para Valentina, escribir  es su arte como pintar era el de su abuelo; cuyos cuadros están colgados en la mesa del comedor de su casa y una de cuyas exposiciones se llamó Tragicómano. “Cuando se murió dejó un cuadro sin terminar, era una plaza de toros, una mitad estaba pintada y la otra no, se veía siniestro, jamás me olvidaré de esa imagen”. La imagen de que ni los seres amados, ni las circustancias son everlasting, como Valentina desearía que fuesen.

 

Por Adela Cardona 

Me guía por la escalera hasta el tercer piso, su piso. Su estantería, atiborrada de tesoros, de Bret Easton Ellis, de Fitzgerald, de Salinas, de Vallejo, de Plath, habla de uno de los tantos lados de ella. Hablan de una Valentina escondida entre las letras, que busca en ellas una forma de estar en el mundo que no sea esta, una más allá o más acá, pero no esta.  

 

“El primer poema con el que me enamoré de Salinas fue el de No quiero que te vayas, dolor, última forma de amar…” dice abriendo una agenda, en la que está pegado este poema. En ella hay más recortes, recortes de rumbas, de toques de reggae, de fotos, de amigas, de sus padres, de pasajes y boletos de cine, de memorias hechas collage, hechas retrato, hechas Valentina en el papel.

bottom of page