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El encanto de tener dos vidas. Una acá, otra allá. Por eso, cuando ambas nos ponemos a recoger sus objetos esenciales para contar en este perfil, casi siempre me avisa que están en Pereira. Sin embargo, hay cosas nuevas, tal vez no esté su primer vestido o las fotos de cuando era bebé, pero están las cosas que hoy por hoy hacen de Adela lo que es.

Desde que la conozco −podrán ser un par de años− hasta hoy, siempre me ha hablado de su abuela. Yo no tuve abuelos, o sí, pero digamos que fueron más bien figuras difusas, que no significaban más allá de una visita dominical. Adela es otra historia. Se encuentra tan inspirada por la historia de ‘Gaby’ que en cualquier charla puede aparecer su nombre, seguido de una anécdota, que ha pasado de abuela a nieta con total naturalidad. Hasta yo siento que la conozco, aunque nunca la haya visto más que en fotos. La herencia más significativa, aparte de ese largo número de historias, es el gusto por los labiales. Los tiene de todos los rojos posibles, desde el más naranja hasta el casi morado. Hasta el día de hoy, mucho tiempo después, llegué a conocerla sin labial, sin un color fuerte que disponga toda la atención sobre su boca y contradiga un poco los rasgos infantiles como las pecas o los ojos grandes y redondos. Hoy estaba agripada y por eso no tenía los labios pintados.

“Ojalá cuando yo era chiquita hubiera existido algo parecido a Brave”, dice mientras baja a la muñeca de Disney que tiene en una caja arriba en de su estantería, como en un improvisado altar de sus deseos. “No hubiera odiado tanto mi pelo”. Claro, ambas tenemos la fortuna, y a la vez maldición, de tener mucho pelo. El de ella es largo, medio rubio, con unos matices dorados, abundante, y entre todo, controlado. No entiendo de qué se queja, tiene un pelo envidiable, parece sacado de un comercial de tintes para el cabello, o de champú, o de lo que sea. Su pelo es un pelo que no pasa desapercibido. Y supongo que eso es lo que quiere: no pasar inadvertida.

 

Sigue pensando y empieza a sacar cosas de Harry Potter: la pluma de Rita Skeeter, la bruja que escribía biografías y que era un poco fastidiosa; y el giratiempo de Hermione, que aparece por primera vez en El prisionero de Azkaban. Es una combinación un poco extraña, no solo porque debajo de los libros de Harry, está Dante o Shakespeare; sino también por los libros de moda, las revistas de Esquire, la página de Business of Fashion que está abierta en su computador. Sospecho que a simple vista parecerá un rasgo un poco contradictorio, justo como su infantilidad y el potente color de sus labiales. O también como esa personalidad dulce, que te puede poner atención hasta con las recomendaciones más prosaicas, pero que combinada con su excesiva rigidez e intransigencia consigo misma la ha llevado hasta el fondo de los límites del ser. Alguna vez pasó casi un mes sin poder dormir, se levantaba en la mitad de la noche con miedo de algo. De algo que no se sabe qué. Ni ella lo sabe y no lo sabrá. Por ese tiempo estuve un poco preocupada, ahora que escribo esto lo entiendo: la esencia de Adela son las contradicciones. Ser una contradicción. Casi como todos, pero ella no lo trata de ocultar.

“Yo nunca termino las cosas… puedes escribir eso: que nunca termino las cosas” me dice un poco frustrada sacando un collar de canutillos bordados que no está ni a medio terminar. Siempre me habla de cuentos, de novelas, de cosas que empieza escribiendo en sus agendas de tela, de cuero, con páginas blancas, amarillas, recicladas, importadas. El punto es que nunca las termina. No voy a mentir, son negocios ambiciosos, tramas en varios tiempos, con narradores inestables, que caminan entre lo mágico y lo común con peligro. “No importa”, le digo, “para todos es difícil terminar las cosas”.

Y esa frase lleva a un tema recurrente en el mundo de una mujer: los hombres. Hablamos un poco de nuestras fallidas relaciones. Nos reímos. Me dice que de la última que tuvo, botó muchas cosas,  menos un sombrero redondo de paño negro del que hasta yo le tengo envidia. Me muestra los demás recuerdos, los que no tiró a la basura, unos libros y unos papeles sin importancia. Para ambas solo existe el sombrero por exquisito y porque tal vez, sospecho, fue lo único en que su ex logró acertar como regalo. Y también en un libro de Lipovetsky. También le concedo esa victoria. Aunque de nuevo, ¿Quién podría acertar fácilmente en el mundo de una mujer que le gusta Sailor Moon, pero lee sin problema a Baudrillard, diseña ropa y, además, es tan implacable consigo misma como si fuera su peor fiscal?  

Mueve algo en una pequeña cajita de metal y empieza a sonar La Vie en Rose. “Yo toco piano”. “Además toca piano”, pienso. Me muestra un cuaderno viejo que tiene escritas algunas lecciones de acordes y explicaciones a tiempos y silencios. Una letra demasiado adornada para no ser adolescente me sugiere que no lo ha tocado hace mucho y que tal vez dejó para siempre ese instrumento. Se me ocurre preguntarle por qué lo dejo, pero me abstengo. Especulo que es suficiente con todas las cosas que tiene en la cabeza, con todas las ideas que tiene que cumplir perfectamente. Son suficientes todas las imágenes que ella tiene que llenar de sí misma, como para ahora ponerla a pensar en que tal vez deba ser la mejor también en el piano.

No, eres tan buena en todo que vives al filo del colapso. Y como no quiero que colapses, entonces mejor te acompaño en las miles de cosas en las que no quieres ser buena, sino la mejor, pero sobre todo en las cosas en las que fracasarás y no podrás dormir, y tendrás que tomar antidepresivos, pero bueno, no será por la ausencia de mi cariño, ni por el piano.

 

"... esa personalidad dulce... que combinada con su excesiva rigidez e intransigencia consigo misma la ha llevado hasta el fondo de los límites del ser."

Por Valentina Calvache

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